Cuanto a ti, Muerte, y tú, amargo abrazo de la vida mortal, es inútil que tratéis de alarmarme. A su trabajo sin estremecerse viene el comadrón, Veo su vieja mano experta apretando, recibiendo y sosteniendo, Yo estoy reclinado en el umbral flexible de ambas puertas exquisitas, Y marco la salida, y marco el alivio y la huída. Y en cuanto a tí, Cadáver, pienso que eres buen estiércol, pero ello no me repugna; Huelo las blancas rosas, perfumadas y crecientes; Toco los hojados labios; toco los pulidos senos de los melones. Y en cuanto a tí, Vida, supongo que eres el residuo de incalculables muertos, (Yo mismo, seguramente, ya he muerto diez mil veces antes.) Os oigo murmurando allá en las lejanías, estrellas de los cielos; Oh soles -- Oh hierbas de las fosas -- Oh perpetuas transferencias y elevaciones, Si vosotros calláis, ¿cómo podría yo decir algo? De la turbia charca que duerme en el bosques otoñal; De la luna que desciende los declives de la sollozante penumbra; Echad, chispas del día y del crepúsculo -- echad sobre los negros troncos que se pudren en el lodo; Echad, acompañando los gemidos memeces de las ramas secas. Asciendo desde la luna, asciendo desde la noche; Percibo que el lúgubre resplandor es reflejo de los rayos del mediodía, Y que yo desemboco en lo seguro y lo central desde las crías grandes o pequeñas.
Afterword
Epílogo
Con cuatro pinceladas el Viejo ermitaño escribió un poema con caracteres chinos clásicos. “El mundo se está convirtiendo en una flor”, que también puede ser traducido como “El mundo es uno”. La libertad de sus gestos, como la precisión con que llevó a cabo el servicio del té y el espíritu de generosidad que llenaba su estudio, era una forma de atención enraizada en su práctica budista. Durante veinte años había dirigido uno de los templos más preciados en el rincón del sureste de la península coreana, y permaneció lleno de vigor luego de retirado. Secó la tinta, luego me presentó el poema y se fue. Yo permanecí en la ventana mirando los brotes blancos del cosmos, las filas de árboles de caqui cargados de frutas maduras, las montañas envueltas en lluvias de otoño. El monje regresó con otro regalo, un contenedor de hojas de té negro, que él mismo había recogido y secado.
En el camino desde el monasterio, habíamos pasado manejando por un estanque de lotos –un símbolo budista clave, el progreso del alma configurado en la planta que crece del barro a través del agua para florecer en el cielo. La ilustración está enraizada en el orden –una idea crítica para Whitman, quien en esta sección abraza su mortalidad con una fuerza renovada. “Vida, supongo que eres el residuo de incalculables muertes”, escribe, estimando que él mismo ha muerto ya miles de veces; la salvación está en “los negros troncos que se pudren en el lodo”, en las raíces y las hojas agotadas que forman el suelo, la base de nuestra experiencia. Nuestro paso por las “puertas flexibles” del nacimiento presagia nuestra muerte, una travesía que hacemos una y otra vez, como enseñaba Buda. “Oh hierbas de las fosas”, el poema aclara nuestra relación con la muerte, expandiendo nuestro entendimiento de la totalidad.
En un museo folklórico coreano, entre los potes e instrumentos excavados, la vestimenta ceremonial de reyes y reinas, y los Cuatro Tesoros del erudito (tinta, piedra, pincel, papel), estaba la momia de un niño descubierto en la tumba de una familia medieval, encuadrado con un despliegue de los vestidos pertenecientes a sus padres desconsolados. Los habían enterrado junto al niño así no tenía miedo en su viaje a la ultratumba. Piensa en el “Canto de mí mismo” como una túnica magnífica, cuya vista puede calmar nuestro miedo del “amargo abrazo de la vida mortal”. Hasta podríamos incluso probarlo para ver si nos queda a medida.
—CM (Traducción L. A. Ambroggio)
Question
Pregunta
¿Cómo recrea el poema mismo de Whitman el interminable proceso de vida y muerte, comienzos y finales, del que habla en esta sección? El “Canto de mí mismo” está llegando a su término, ¿cómo es ese final también un comienzo?